Powered By Blogger

Translate

 “PIN Y CLARINA”.  LEYENDA DEL OCCIDENTE ASTUR

César Díaz Echevarría, 1957

Uno de los pueblos más hermosos de la costa asturiana es el que, en esta narración, llamamos Riocastro. Situado sobre un promontorio, en la falda de una cadena de montañas, es una villa de blancas casitas de tejados grises, que semejan un enorme buque que se hubiera petrificado por arte de encantamiento.

Sus habitantes, mitad marineros, mitad labradores, no son muy numerosos en la actualidad. Sin embargo, antes de que los buques de vapor vinieran a relevar a los veleros que hacían la carrera de las Indias, era un pueblo muy importante, por cuyo puerto entraban en España muchas mercancías venidas de ultramar. La población aumenta mucho en la época estival por la gran afluencia de veraneantes y, entonces, es una alegre villa. Además, por ser el tiempo de las buenas costeras, los pescadores tienen dinero y después de sus faenas, se visten como señoritos y alternan con los forasteros en el café de arriba o en las tabernas del puerto, formando corros que, a veces, duran hasta la hora de volver a salir a la mar.

En cambio, pasado el verano, se convierte en un lugar tranquilo y hasta aburrido. Cuando los veraneantes se marchan, los pescadores, en vocingleros grupos, van subiendo las lanchas  por las calles arriba, hasta dejarlas cerca de sus casas o en sus pequeños jardines o corrales, donde no constituye para ellos una preocupación cuando, en los días de galerna, lanza el Cantábrico sus grises escuadrones de blanca crines, que saltan sobre las defensas del puerto, para deshacerse en la dársena en cataratas de espuma.

A partir de entonces y hasta la primavera próxima, los pescadores cuidan sus tierras y sus vacas, mientras Riocastro queda convertido en un pueblo de labradores. Sin cines ni otras diversiones análogas, los vecinos se ven metidos de repente en un invierno, que suele saltarse el otoño,  y dura casi hasta junio del año siguiente. En ese tiempo, apenas, se les ve por las calles, azotadas por todos los vientos. Son, en cambio, muy amigos de reuniones caseras, con partidas de brisca o de tute cerca de un buen fuego y aprovechan las largas veladas para deshojar el maíz en las típicas esfoyas, mientras alguien cuenta chistes o amenas historias.

                                                           ***

Era el mes de diciembre, y aprovechando un momento en que parecía cesar la fina lluvia, salió un entierro, camino del cercano cementerio. Desde el día anterior doblaban, con acentos graves, las campanas de la Parroquial, abajo en la parte vieja. Desde arriba, le contestaban, con su voz de novicia,  las campanitas del Convento de Santa Clara.

Salió de la casa mortuoria el fúnebre cortejo. Delante iba, flotando al viento, cuando lo permitía el agua en que estaba empapado, el estandarte que portaba un monaguillo calzado con madreñas. Tras éste, seguía una cruz negra, demasiado pesada para el sacristán que la llevaba: un hombrecillo de cara amarillenta, color de cera, que parecía con su gesto avinagrado, como si por lo bajo protestara porque a la gente se le ocurriese morir en los peores días del invierno. A continuación, a hombros de cuatro mocetones con trajes de domingo, avanzaba el ataúd, negro, de austero lujo. Tras los sacerdotes, iba la presidencia del duelo, formada por el alcalde, que caminaba con aires de ministro, el señor Juez, pensado en que se le estaba haciendo tarde para fallar un pleito y, a su lado, como siempre, en todos estos casos, marchaba, erguido, enfundado en un abrigo de corte anticuado, don Sebastián. Se trataba de un señor de la villa, pulcro y elegante a su manera, que había estado muchos años estudiando sin llegar a terminar carrera alguna, hasta que al fin, sus años y su bolsa le hicieron volver al pueblo, en donde, desde entonces, tan sólo se ocupaba de presidir reuniones y entierros.

Al llegar al portalón del camposanto, don Sebastián dejó pasar la comitiva y esperó allí su regreso. No podía, según él, soportar la visión ni el ruido que hace la tierra al caer sobre los féretros hasta cubrirlos totalmente.

Salió, al fin, del cementerio el monaguillo, con su estandarte flotando al viento que ahora, al darle de espaldas, le hacía correr como una barca de vela. Le seguía el sacristán de amarillenta cara y avinagrado gesto, cargado con su negra cruz y al ver al monaguillo alejándose con prisa, pasó mascullando improperios contra el chiquillo, al que alcanzaría y daría un escarmiento si tuviese sus años y no le sujetase el reuma.

Don Sebastián, metido con el alcalde bajo un gran paraguas que les abrigaba del orbayu, iba pensando en el tema más apropiado para contar aquella noche en la esfoya en casa de la hermana del Cura.

                                                           ***

Podría decirse, al escuchar a aquel prócer de escueta bolsa, que todo cuanto en sus estudios había aprendido, era ser el mejor animador de reuniones pueblerinas de todo el Principado. Cuando él asistía a una de ellas, jamás faltaba gente moza que, por escucharlo, no estuviera dispuesta a pasar toda la noche deshojando maíz, con gran contento del dueño de la casa. Don Sebastián lo sabía y explotaba su fama, acudiendo siempre con preferencia a la casa en que sabía había de ser mejor tratado.

Aquella noche hacía ya largo rato que lo esperaban, cuando se  presentó.

-         Que conste -  dijo a la dueña de la casa al entrar – que sólo por tratarse de Vd. he venido hoy. Se ve que en el entierro cogí frío y me parece que me ronda otra vez la ciática. Marcharé pronto por ese motivo…

-         No será eso cierto. ¿Eh, don Sebastianín? – respondió aquella alarmada. Mire, siéntese aquí, cerca del fuego, en este sillón, mientras le traigo un buen vaso de ponche. Verá que bien le sienta.

Salió hacia la cocina, la hermana del Cura, y le dijo a la criada:

-         Prepárale pronto el ponche a don Sebastián, que si se marcha, se nos van todos y así no terminamos con el maíz en todo el invierno.

-         Tómelo así, calentito – le dijo en cuanto pudo traerlo – y ¿verdad que ahora nos va a contar alguna cosa de ésas que Vd. sabe decir tan bien?

-         ¡No, no, no!  Esta noche imposible, señora. Estoy de poco humor.

La gente joven sabía que tras esta negativa, había que insistir a coro al viejo caballero de la villa, pero que al fin accedería.

-         ¡Vamos, don Sebastianín… cuéntenos Vd. algo!

-         Ya va a contarlo. No le molestéis más. ¿Quiere otro vasito de ponche, primero? – dijo la dueña de la casa ofreciéndole otro vaso.

Don Sebastián sorbió el líquido, poco a poco, mirando a una moza de unos treinta años, la cual, según decían malas lenguas, le había roto en la cabeza una vara un día, en que encontrándose sola en un prado, quiso excederse en sus manifestaciones de cariño, y dijo:

-         Bien. Ya sabéis que hoy recibió  cristiana sepultura doña Clara. Pero lo que quizás no sepáis, sobre todo las jóvenes, es que esa señora, junto a su marido, tuvo una hija que sufrió trágicas situaciones. Que poco después de eso, doña Clara quedó viuda, repartió casi toda su fortuna entre los pobres y se vino a vivir en este pueblo con unos parientes lejanos, al no poder soportar la visión constante de los lugares que le recordaban continuamente los malos y trágicos momentos vividos en su pueblo.
-         No, don Sebastianín – le rogó una solterona sentimental que rondaba ya los cuarenta años – Cuéntenos Vd. algo que trate de amores, pero que no  sea una historia triste.

-         Los grandes amores y la tristeza caminan siempre juntos, muchacha – replicó don Sebastián con aires solemnes - ¿Recuerda a Margarita Gautier, a Romeo y Julieta, a los amantes de Teruel y a otras tantas historias que ya os he contado en otras ocasiones?. Si queréis que os hable de amores, triste por lo tanto tiene que ser la cosa – continuó el viejo caballero lanzando un suspiro.

Callaron todos al oírlo y don Sebastián comenzó su relato:

Entre un bosque de castaños, sobre el altozano que domina el valle de Cendral, se encuentra hoy casi en ruinas una antigua mansión señorial, que de lejos parece un castillo feudal y de la cual era hace muchos años dueño don Fernando Pontón, armador de buques, casado con la última descendiente de una familia de rancio abolengo, venida a menos. Su esposa era doña Clara, la que desde ayer reposa a la sombra de los cipreses de nuestro camposanto. El matrimonio tuvo una hija única. Se llamaba Clarina y dicen que era la muchacha más bella de la comarca. Tenía diecisiete años cuando ocurrió lo que voy a relataros.

Al fondo del jardín de la casa, separado por una alta muralla, en una vivienda que había sido de la servidumbre, vivía la viuda de un primo lejano de don Fernando con su hijo José, al que todos llamaban Pin. Había sido el padre de éste, patrón de un patache propiedad del señor Pontón y, un día, corriendo una galerna a la altura de Gijón, naufragó y, de toda la dotación, solamente se salvó un marinero llamado Manolón que, asido a un tronco, llegó hasta la costa sujetando por el cuello de la zamarra a Pinón, el padre de Pín, que estaba ya muerto cuando llegaron a tierra.

Manolón se volvió loco por el miedo pasado en el naufragio. Allí, sobre los peñascos, dejó el cuerpo del ahogado, con los ojos abiertos, cara al cielo, y cargando a cuestas el tronco que le había salvado y que ya nunca más había de abandonar, llegó a Cendral y contó a todos la desgracia con su lenguaje de demente.

Pinón fue enterrado con los ojos abiertos, a pesar de cuantos esfuerzos hicieron para cerrárselos, y existe en aquella zona una superstición muy arraigada, que afirma que los ahogados que se entierren así, esperan en el otro mundo a que un deudo cercano pronto se les una.

Después de la desgracia, la viuda y su hijo, fueron recogidos por el dueño de la mansión que les dio para vivir aquella casa y se encargó de la educación del pequeño Pín, que estudiaba, ya muy adelantado, el bachillerato. La pobre mujer, que nunca podía apartar de su memoria la escena del encuentro con su marido muerto, temía que su hijo muriese también en el mar e hizo cuanto pudo por apartarlo de él.

Fue Pín el único compañero de juegos de Clarina y siempre se les veía juntos, correteando por los prados, buscando nidos o cogiendo moras por los zarzales. Pín, a sus dieciocho años, era lo que se dice un muchacho guapo. Alto y moreno, tenía unos ojos grandes como los de Clarina.

Un día, quiso el joven durante una de sus correrías acompañado de su amiga, comprobar si un nido de urracas que habían localizado en una verdadera selva de espinos sobre un barranco, tenía polluelos y quiso bajar hasta él, colgándose sobre el abismo, sujetándose a las hiedras que descendían hasta el fondo. Cerca ya del nido, las urracas en defensa de sus crías comenzaron a volar rasando sobre su cabeza y el muchacho, por temor a los picotazos, se dejó caer entre la maleza, provocando un grito de Clarina que empezó a llamarlo:

-         Pín  ¿te has hecho daño…? ¿Dónde estás, Pín?

Éste, sumergido entre las zarzas, acababa de ver un camino estrecho, labrado sobre la roca, al borde del barranco, y quiso tranquilizarla:

-         ¡No temas, Clarina! No me hice daño, ahora voy…

Abriéndose paso entre las matas, pudo al fin poner pie en aquel sendero y cuando caminaba en busca de su salida, se encontró, de pronto, ante una especie de terraza, techada por troncos carcomidos cubiertos por las hiedras, que la ocultaban de la vista de quien mirase desde la otra orilla del barranco. Maravillado por el descubrimiento, volvió  a recorrer el camino en sentido inverso al que le había llevado y pronto llegó a un punto en que el sendero terminaba. Viendo la manera de salir de allí, acertó a encontrar unos hoyos practicados en la roca bajo la maleza, y por ellos, agarrándose a los arbustos, ascendió hasta un pequeño prado que había a espaldas del lugar en que se encontraba Clarina.

Lleno de arañazos, contó a la muchacha su descubrimiento, y ella se empeñó en bajar enseguida a verlo, prometiéndole antes que jamás contaría a nadie lo que había visto y que sería, desde entonces, un secreto para guardar entre ellos solos.

Hacía tiempo que Clarina había arrinconado ya sus muñecas y, aunque continuamente buscaba la compañía de Pín, no era ya por juegos infantiles por lo que se sentía atraída hacia él. Sin saber por qué, cuando aquel no se encontraba a su lado, estaba triste y pensativa. Era el amor que había llegado a su alma sin saberlo. El muchacho, en cambio, al menos hasta aquel día, veía en ella solamente una compañera de aventuras.

Bajó Pín delante, protegiendo a su amiga, y llegaron por el sendero hasta el refugio, desde el cual se contemplaba, a través de los espinos florecidos, entonces en plena primavera, un soberbio paisaje y allá en el fondo, en una especie de garganta que formaban las rocas, rompía el mar en vertiginosos remolinos. Para ver mejor, aquel lugar, quiso Clarina que Pín la sujetase mientras subía por uno de los troncos que sostenían la techumbre, y al volver a bajar se encontró abrazada al muchacho y, sin saber como, se besaron.

(Al llegar a esta parte de su narración, fue don Sebastián llamado al orden por la hermana del Cura, asustada del camino que aquella llevaba. Pero el orador la tranquilizó, diciéndole que no temiera nada, que Pín era un chico decente y que, además, todas las mozas sabían ya de esta cosas más de lo que él  podía contarles, y miró, al decir esto, a la que un día le había apaleado).

Allí - siguió después el narrador – se juraron un amor eterno y prometieron ser el uno para el otro, pasara lo que pasara. Un año, después,  durante el cual y a escondidas se amaron con toda la intensidad de aquel primer amor, Pín marcho a Madrid a estudiar la carrera de médico que don Fernando Pontón se ofreció a costearle.

Pero las mujeres acostumbran a dar una de miel y otra de hiel – dijo mirando otra vez a la arisca moza que tan despiadadamente le había tratado -  y Clarina, cuando vio que Pín estaría muchos años ausente, no se resignó a seguir amándolo platónicamente, a pesar de que sus padres, que algo sospechaban de aquel amor, le decían que escribiera de vez en cuando al muchacho.

Comenzó a buscar la compañía de otros hombres, sobre todo de un boticario joven, recién venido al pueblo, y un día le escribió a Pín una carta diciéndole que se había dado cuenta de que sólo le quería como a un hermano y que, además, no podía pasar los mejores años de su vida esperándole. Pín, que estaba locamente enamorado de aquella mujer, desesperado, lloró aquel día, solo, en su cuarto de una pensión madrileña. Quiso dejar los estudios y volver a Cendral, pero, más tarde, dándose cuenta de que no debía  hacerlo, porque no podía echar a perder cuanto por él había hecho su protector, supo aguantar su dolor y, sin volver al pueblo más que una vez que su madre estuvo enferma,  estudiando incluso durante los veranos, terminó su carrera de médico. Entonces regresó y se estableció con su madre en el pueblo, abandonando la casa inmediata a la mansión de don Fernando, que no era ya apropiada para su profesión de médico.

Las relaciones de Clarina y el boticario habían durado poco más de un año y hacía ya tiempo que éste se había marchado para establecerse en la capital. La muchacha, que se había convertido en la mujer más bella del contorno, pareció no sentirlo mucho y continuó divirtiéndose con unos y con otros hasta el día en que Pín regresó. Entonces, como si nada hubiese ocurrido, quiso reanudar sus relaciones con el hombre al que después de jurarle amor eterno,  le había dicho un día, destrozando con ello su vida, que sólo le podía querer como  a un hermano.

Pín no podía olvidar todo lo que en aquellos años había sufrido por culpa de Clarina, ni tampoco las relaciones de ésta con el hombre que después de marcharse él, le había sustituido en su corazón. Desde el primer día de su regreso a Cendral procuró mostrarse ante la muchacha, tal cual ella había querido: como un hermano. A pesar de los deseos que tenía de volver a disfrutar de su cariño, aunque la buscaba constantemente y paseaba con ella como antaño, por los lugares en que había transcurrido su niñez, se mostraba indiferente a sus encantos. Cuando podía, procuraba también hacer otras amistades femeninas y bailaba, en las fiestas, con otras muchachas. Después, al acompañar a Clarina a su casa, comentaba con ella que no le interesaba, por entonces, ninguna mujer,

Así fue pasando el tiempo sin que ninguno de los dos se rebajara ante el otro. Clarina sufrió mucho, hasta llegar a creer que Pín nunca la había querido. Esto le hizo enamorarse de aquel hombre, con un amor capaz de arrollar todo cuanto se le opusiera.

Y volvió la primavera a florecer…

Un día, Clarina, tímidamente, esperando una negativa de Pín, quiso ir con él a su antiguo refugio secreto en el que por primera vez se habían hablado de amor. Él se dio cuenta de sus propósitos y accedió a sus deseos, como si la cosa careciera de importancia. Bajaron, cogidos de la mano, a través de los prados, cuajados de blancas margaritas silvestres, hasta llegar al refugio. Ya en él, cortó Pín un gran ramo de flores de espino y, viéndose solo ante ella, que estaba más bonita que nunca con su traje vaporoso y sus cabellos flotando al viento se lo entregó. Mientras la muchacha esperaba su perdón, le dijo:

-         Toma, Clarina. Estas flores son iguales que tú, las más bellas, pero entre ellas se ocultan espinas que, a veces, se clavan en el  corazón.

-         Pín…¿No podrás perdonarme lo que te hice…? Créeme que entonces ignoraba lo que era el amor.

-         Es inútil, Clarina. Jamás podré querer a nadie como te quise a ti y como todavía te quiero. Pero nunca podré olvidar que otro hombre besó tus labios y acarició tus cabellos. Si llegara a casarme contigo, nuestra vida, por ello, sería un infierno. Soy un anticuado, lo sé. Pero no puedo ser de otra manera. Sin querer, te comparo a una flor que el viento del otoño deshojó y que nunca volverá a florecer. Cuando vine, pensé que podría olvidar todo esto, pero no me fue posible, mujer, y volveré a marchar lejos. A América, tal vez, donde quizás con el tiempo te pueda olvidar. Más no temas. Nunca amaré a otra. No soy tan voluble como tú.

Al oirle hablar así, ella, llorando silenciosamente y comprendiendo que él jamás podría olvidar lo ocurrido, le abrazó con todas sus ansias. Mientras le decía:

-         ¡Oh, Pín! ¿Qué hice yo, Dios mío, que hice yo?

Después se le quedó mirando y de pronto, volviendo a abrazarse a él, que permanecía impasible y triste, en medio de una fuerte lucha interior, volvió a pedirle su correspondencia.

-         Es inútil, Clarina – repitió él, al borde de su resistencia – Lo mismo hiciste, quizás, en este mismo lugar con el otro….

-         ¡ No, aquí no, Pín! Ni tampoco le quise como a ti. Era otra cosa aquel hombre para mí.

-         Pero ¿le quisiste, verdad?  ¿le quisiste? – añadió él clavando sus dedos en los hombros de Clarina mirándole a los ojos.

-         Sí…No puedo negarlo y pagaré mi culpa del modo que tú quieras. Pero no me hagas sufrir más…¡No puedo resistirlo, no puedo…!

Al decir esto, salió corriendo, dejando jirones de su ropa en los espinos. Advirtió Pín el peligro que en aquel estado de ánimo corría la muchacha, de caer en el abismo y trató de calmarla.

-         ¡Clarina!  Espera, espera, te vas a caer.

Se paró ella, allá donde el sendero terminaba, al oír la voz de Pín, volviéndose hacia éste, con el traje destrozado y el cuerpo lleno de arañazos, mientras su mente se veía envuelta por una pena muy profunda. Después, al ver venir a su amado Pín, con una infinita tristeza reflejada en su bello rostro, volvió a  decirle:

-         Si no te importo ya. ¿Qué más da todo, Pín? Tú nunca podrás perdonarme el daño que te hice…

-         Vamos, Clarina. No seas niña. Regresemos ya. Es mejor que me marche lejos. Que nunca más vuelva a suceder esto…

Ayudó a subir a la joven y al llegar arriba, al pequeño claro, ella, comprendiendo que se marcharía y que nunca más volvería a verlo, quiso hacer un nuevo esfuerzo para retenerlo y volvió a abrazarlo con desesperación.

-         Todo pudo haber sido distinto … - musitó Pín – a punto de derrumbarse.

Y, desasiéndose de la joven, comenzó a caminar delante, de regreso a casa.

-         ¡ Espera, vuelve otra vez Pín! ¿No puedes olvidar aquello?... Entonces, ¡adiós! Yo pagaré todo el daño que te hice.

Se volvió él, alarmado por el tono enérgico y profundo de estás últimas palabras de Clarina, y por la desesperación que reflejaba la voz de la muchacha. Echó, entonces, a correr detrás de ella al ver que se dirigía hacia la bajada al refugio. Quiso alcanzarla, presintiendo lo que iba a suceder. De pronto, vio como Clarina, volviendo el rostro para mirarle, tropezaba y caía resbalando hacia el abismo, rodando su cuerpo entre los espinos del barranco, hasta desaparecer entre las aguas.

Pín lanzó un grito de angustia y, al oírlo, Manolón, el loco, que cruzaba el camino hacia Cendral, al otro lado del barranco, vio como el cuerpo de la joven se sumergía en el mar y salió corriendo hacia la mansión de su padre, mientras gritaba:

-         ¡Es él…el ahogado!  ¡Vuelve a por su hijo…!  ¡Viene el mar…viene el mar!

Pín, pretendiendo aun salvar a su amada, se descolgó por las hiedras, llego al fondo del abismo y al ver aparecer el cuerpo de Clarina entre un remolino de espuma, se lanzó al agua. Volvió a aparecer en la superficie, luchando contra la resaca, sujetando el cuerpo de su amada y, cuando ya parecía todo perdido, para los dos, con sus fuerzas quebradas por la furia de las aguas arremolinadas… logró asirse a unos peñascos. Con esfuerzo gigantesco, quemando sus últimas fuerzas, colocó a Clarina sobre una roca, algo más alta y permaneció sujeto a donde pudo agarrarse unos instantes. Rezó, entonces…recordando a su madre, recordando aquellas visitas con ella, cuando era niño, al santuario de Santa Maria de Cendral, en la que ella encomendaba a los suyos ante la Virgen. Estaba a punto de ser arrastrado por aquellas aguas furibundas y rabiosas que trataban de llevárselo y engullirlo en sus profundidades. De pronto, oyó una débil vocecilla…Era Clarina:

-  Mi amor… estás ahí…no te veo….¿Estás?   ¡Pín!... ¡Pín!

El joven hizo un supremo esfuerzo y con sus brazos se elevó a pulso sobre la masa rocosa, mientras sus piernas se rasgaban sobre los salientes puntiagudos de aquellas. Al fin, salió del agua y se dejó caer, roto su cuerpo y sin aliento, sobre la roca, junto a Clarina.

Pasó un tiempo casi infinito. Las aguas bramaban rabiosas muy próximas a ellos. Pero, tan sólo lograban lanzarles unas leves salpicaduras. La tarde caía y en aquel lugar oscurecía con rapidez. Se oyeron unas voces cerca:

-         Debe de ser por aquí por donde nos ha dicho Manolón. Jamás había visto este lugar ni sabía que existía – era la voz de don Fernando que llegaba acompañado de varios criados, mientras ladraba un perro que les acompañaba.

-         Tiene Vd. razón, don Fernando. Tengo sesenta años y los he pasado todos en Cendral. Nunca oí a nadie hablar de este rincón, ni de este sendero… ni de esas aguas tenebrosas. No me lo puedo explicar…

Don Fernando, había salido al oír los gritos pavorosos de Manolón, comprendiendo, al punto, que había visto algo muy grave. A duras penas pudo entender de qué hablaba, pero fue lo suficiente para conocer que Pín debía de estar en un grave peligro. Y por las señas que hacía Manolón con las manos y hacia donde señalaba, se puso en marcha a la carrera con algunos de los hombres de su finca. Así fue como llegó hasta el lugar en que habían caído Pín y Clarina. Uno de los hombres gritó:

-         ¡Ahí hay alguien, en las rocas de abajo….junto al agua!

-         ¿Dónde, Pedro…? No lo veo – dijo don Fernando.

-         Sí, ahí es… Son dos…Debe de ser Clarina la que está con Pín….

-         ¡Sí, aquí están!  Dios mío…¿Viven? – añadió don Fernando con voz entrecortada y presa de gran agitación.

Al instante el grupo de hombres logró bajar, entre el camino de zarzas y espinos, ayudándose unos a otros, hasta la roca en que estaban exhaustos los jóvenes, cogidos de la mano. Comprobaron que ambos estaban con vida y con gran esfuerzo los subieron hasta el refugio de troncos, unos metros más arriba de las rocas. Lograron que Clarina expulsase el agua que había tragado y que anegaba parte de sus pulmones. Tras un largo rato de descanso, iniciaron el regreso a la casa de don Fernando, llevando a hombros a la pareja.

Pasaron unos días, en los que Pín y Clarina se recuperaron de aquel durísimo trance, que estuvo a punto de cercenar la vida de ambos. Al fin, volvieron a pasear serenos y tranquilos por los campos cercanos, cogidos de la mano y transformados. Pín comprendió que, del mismo modo que Dios le había perdonado la vida a ambos, salvándoles de aquella muerte cierta, él debía de perdonar a Clarina. Además, ¿no habría sido él, en parte culpable, con su marcha a Madrid dejándola sola y sin mucho futuro por delante? Clarina le quería profundamente  y eso bastaba. Mientras, Clarina, estaba dispuesta a saldar la deuda sentimental que pudiese tener con Pín, con su entrega y amor eterno.

La pareja inició su camino hacia una vida feliz entre sus convecinos  Se casaron pronto. Pín era el médico del pueblo y Clarina  una esposa feliz y querida. Los augurios de Manolón no se habían llegado a cumplir, aunque había faltado muy poco para ello. El guión escrito marcaba la muerte de Pín a quien, según Manolón en su demencia, el mar venía a buscar para llevarlo junto a su padre ahogado. Es posible que los rezos de la madre de Pín, durante días, meses y años, desde la muerte cruel de su marido fuesen la causa de la salvación de Pín y Clarina.  Santa María de Cendral, allá arriba en su ermita asturiana, sonreiría al ver a la pareja pasear, por prados y huertas cercanas, al final de la jornada del médico.

Manolón, que había dado la triste noticia de lo que sucedía en el barranco, mientras arrastraba su tronco a cuestas, desapareció sin que nadie le volviese a ver. Y dice la leyenda, que todas las noches en primavera, cuando florecen los espinos en el refugio del barranco, se ve romper suavemente las olas contra las rocas y se oye un murmullo cantarín que habla de amores. La fuerza furibunda del Cantábrico, que en esos lugares es siempre impresionante, se torna, entonces, en una mansedumbre total. La mar se calma y el aire se llena de ternuras… el mar, vencida la fuerza irresistible que le empujaba, se hace cómplice del romance de Pín y Clarina y, olvidando el pasado, les saluda con murmullos de alegría. El mar…también sabe ser dulce y mostrar su corazón…
                                                           ***

Cuando don Sebastián terminó su narración, entre un silencio sepulcral, la esquiva aldeana que tan mal había recibido sus caricias, le dijo maliciosamente:

-         ¿Pero. Vd. don Sebastianín?  Siempre nos cuenta amores tristes y hoy, después de ponernos el corazón en un puño…nos cuenta, por fin, algo alegre.

-         Otro final le hubiese dado yo a mi cuento, pero he recordado el ingrato recuerdo que todavía conservo de cierta moza  con quien un día charlé largo y tendido en un prado de este pueblo.

Entretanto, largos lagrimones empañaban los ojos de la solterona sentimental y la emoción contenida se cortaba en el ambiente de jóvenes y mayores de aquella reunión en la cocina de la casa.

-         Pero tonta – dijo la que un día tan mal había recibido las caricias de don Sebastián, mientras miraba irónicamente al narrador - ¿No ves que seguramente todo eso fue mentira? Los hombres, cuando se hacen viejos y no pueden hacernos sufrir a las mozas de otro modo, gustan de hacernos llorar con historias tristes.

-         No es cierto lo que dices – replicó don Sebastián – Lo que ocurre es que hay mujeres a las que Dios dio una apariencia de ángeles, pero que llevan dentro otra cosa.

-         Quienes llevan dentro otra cosa – dijo la arisca moza – son los hombres cuando se van haciendo viejos y permanecen solteros, pero yo sé que es fácil quitárselo del cuerpo teniendo en la mano una buena vara.

Cantaban ya los gallos, cuando la esfoya terminó y a lo lejos, en los caseríos diseminados por las montañas, ladraban los perros, al sentir cerca los lobos, rondando al ganado en las cabañas. Gracias a don Sebastián y con gran contento de la hermana del Cura – que dio su ponche por muy bien empleado – no quedaban más mazorcas que deshojar y, poco a poco, todos fueron abandonando la casa, entre alegres saludos de despedida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

AQUÍ PUEDES COMENTAR LO QUE DESEES SOBRE ESTE LIBRO

El autor agradece siempre tus comentarios. Gracias