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MARAVILLAS DEL OCCIDENTE ASTUR: VIAVÉLEZ

Comentando las bellezas de nuestra tierra, habíamos oído hablar, muchas veces, de un pueblo costero, famoso antaño cuando las goletas y bergantines reinaban en la mar. Se llama Viavélez. Por fin, tuvimos ocasión de conocerlo, con motivo de su Fiesta mayor, la del Santo Ángel.

Al pasar por la carretera general, camino de Oviedo, cerca de La Caridad, un letrero en forma de flecha señalaba la dirección en que Viavélez se encuentra. Pero mirando hacia allá, sólo se ven algunos caseríos entre prados y pinares y, algo más lejos, el mar. Quizás por esto, fue mayor nuestra sorpresa cuando llegamos allí. Nos encontramos, de súbito, ante uno de esos pueblecitos que aparecen en algunas películas, rodeado de montañas, en forma de media luna, con sus casitas blancas, de grises tejados, ocupando las orillas de una pequeña ría, con las aguas en tonalidades verdes reflejando, cual si fuera el mejor de los espejos, todo el paisaje circundante.

Paseando por el muelle, mirábamos como sesteaban las lanchas de los pescadores, amarradas a la orilla, cuando nos llamó la tención un bote blanco en cuya proa destacaba su nombre: Colombina. Pretendía subir a él un rapacín que no llegaría a los cinco años, rubio, tostado por el sol y el yodo. Al fin, de un salto, se plantó sobre la proa. Armó el timón y se nos quedó mirando, satisfecho de su hazaña.

Estalló un cohete arriba, en La Atalaya, anunciando el comienzo  de la fiesta. Allá fuimos subiendo las empinadas calles, por entre las casas repletas por todas partes de geranios. En Viavélez hay geranios hasta en los hórreos. A veces, entre las plantas verdes, surge un rosal y trepa  hasta una galería de cristales.

Mientras subimos, alguien pregunta a una mujer, que con un niño en brazos se asoma a una ventana:

-         ¿No viene este año Pepín…?

-         ¡No!... Tiene el barco en Santander y no pudo venir.

Más adelante,  un amigo que nos acompañaba, pregunta a una joven:

-         ¿No vas  a la fiesta María?

-          No, mi marido marchó a La Coruña
Se casó hace un mes- nos aclara nuestro acompañante- y ahí está viendo pasar a la gente camino de la fiesta. Su marido manda un costero.

En La Atalaya,  canta una canción moderna el vocalista de una  orquesta, mientras la gente va llegando por todos los senderos. Se baila toda la tarde o se bebe sidra bajo los toldos. Cerca de la costa, un barco cuya chimenea dejó de lanzar humos, hace sonar su sirena. Lo tripulan hombres de Viavélez que no han podido acudir a la fiesta mayor de su pueblo.  Después continúa su ruta por un mar hoy muy tranquilo, mientras varios pañuelos se agitan al viento.

Iniciamos el regreso por un camino, a cuyo borde se levanta una mansión señorial y llegamos a la ermita del Santo Ángel, una de las más hermosas que hemos visto por estas costas. Está situada sobre un altozano desde el que se contempla un espléndido panorama y se divisa, en toda su extensión, el pequeño puerto y la zigzagueante ría, sobre la que planean las gaviotas.

Entramos en la ermita, repleta de fieles que rezan y encienden lamparillas al Santo. Cerca del altar, una lámpara colgada del techo alumbra débilmente la estancia. Figura en su borde un nombre de mujer y una fecha ya muy lejana. Mientras pensamos que quizás fuese ofrecida durante alguna noche de borrasca por la madre o la esposa de algún marino, nos parece fácil adivinar la escena. Tal vez fuese una noche de invierno en la que el viento había derribado algún poste y el pueblo estaba a oscuras, alumbrado tan sólo, de vez en cuando, por un relámpago, mientras el agua, azotando los cristales, producía un ruido monótono que se mezclaba con los silbidos del viento, interrumpido solamente por el rugido del mar rompiendo sobre las rocas. Los duros inviernos norteños nos traen, con frecuencia, noches como ésta. En cualquier habitación de una casa, una mujer quería implorar el auxilio para el hijo o el esposo en peligro, al Santo Ángel de la Guarda y, entonces habría hecho la ofrenda. Ahora, la débil lucecita está allí, como un ruego constante a la Sagrada Imagen, para que libre de todo peligro a los navegantes.

Con ser pequeño el pueblo, cuántas cosas podrían contarse de Viavélez. Pero es limitado el espacio de que disponemos ahora. Si fueseis allá un día cualquiera, quizás encontraseis  a un viejo lobo de mar que os diría como llegó él aViavélez, con un hatillo al hombro, hace ya muchos años, para embarcarse de grumete en un velero. Tal vez os hablase de su larga vida en la mar, navegando en bolina por los mares. O, acaso, de lejanos puertos y de borrascas corridas en las costas de Yucatán o en Filipinas. Quizás os diría que tiene tres hijos patrones de barcos y una nieta, novia de un piloto, porque en Viavélez los hombres son marinos casi todos y toda la vida del pueblo se relaciona con la mar.

Indudablemente, Asturias, la de la Costa Verde, guarda celosa muchos tesoros para el espíritu, que apenas se adivinan al pasar por la carretera general que la recorre.


C.D. Echevarría
El Faro de Tapia. Setiembre 1954

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