Powered By Blogger

Translate

INTRODUCCIÓN

No es difícil enamorarse del Occidente de Asturias, esa tierra prodigiosa, entre salvaje y exuberante de belleza, en la que se funden los sentimientos de alegría y de tristeza, de añoranzas y de asombros, del mismo modo que lo hacen el verde de sus praderas y las blancas arenas de sus playas…Y es más fácil, todavía, enamorarse perdidamente de Tapia de Casariego, esa perla encontrada en el campo, junto a un mar eternamente rompiente, con sus olas infinitas que retozan días, meses, años…

Era un niño, con apenas doce años de edad, cuando llegué a Tapia. Pero mis sentimientos saltaron a tope en ese tiempo feliz de mi estancia en esa villa.  Corría el año 1955 cuando entraba, por primera vez, en el pueblo. Era verano. Y poco más de un año más tarde, hacia finales de 1956 regresaba, de nuevo, a Ribadeo para vivir allí. Pero en Tapia se quedó, sin yo saberlo por entonces, un pedacito de mi ser y de mi corazón. Y de este modo, en mis sentimientos quedaron grabados para siempre aquellos días alegres y llenos de vida y de vivencias.

Fueron semanas y meses de sol y de lluvias, de fuertes granizadas y de nieves, de fríos de larga estancia y de nubes galopantes. Fueron días  en los que las tormentas, repletas de rayos, truenos y relámpagos no nos olvidaban, visitándonos cada cierto tiempo con su retumbar, cual tambores lejanos, en las montañas más próximas. Y nos dejaban a oscuras, con la luz de las velas acompañándonos durante noches enteras, mientras mi padre, César, contaba largas historias y cuentos que nos llenaban de emociones a mi hermana Loles y a mí, bajo la amable mirada de mi madre, Lola  ¡Que lento pasaba el tiempo en aquellos días!

También fueron días de recorridos inolvidables por la playa de Tapia, la Ribeiría, por las orillas del río Anguileiro, por los roquedales de ambos lados del arenal. Bajaba hasta la playa en cuanto podía, fuera invierno o verano. Y corría… corría sin cesar hasta alcanzar las olas que venían, ya muy mansas, a saludarme, mientras la brisa marina cortaba mi rostro y lo curtía con sus aromas de algas y  salitre.

Los veranos, cortos del calendario pero largos en el curso escolar, permitían que los chicos de Tapia acudiésemos a la playa desde junio hasta finales de setiembre. Y nos bañábamos, con sol o con lluvia, en las frías aguas del Cantábrico tapiego. Y en las tardes otoñales o de primavera, en la dulce tranquilidad del pueblo, entre días aparentemente intrascendentes, sin sucesos dignos de mención ni de recuerdo, los niños jugábamos incansables corriendo por las callejuelas del pueblo hasta llegar al muelle.

¡El muelle! El muelle de Tapia, tan pequeño y diminuto como exuberante de vida marinera en su más pura esencia. Unos pocos  barcos de pesca de pequeño cabotaje, un grupo de pescadores, unas redes tendidas por el suelo, una dulce brisa marina, un intenso olor a algas, unas cajas de sardinas o de bocarte y media docena de botes de remo y vela amarrados a tierra, con sus cabos estirados hasta unas argollas de sujeción. Y poco más. Este era el muelle de Tapia por el que curioseábamos, sin cesar, los niños del pueblo, absortos y soñadores.

Tapia llenaba mi ser de sentimientos, mezcla de lo que mis ojos veían y lo que escuchaba, de olores marinos y de sensaciones cruzadas, entre el cielo y la tierra, mientras iba pasando de la niñez a la adolescencia. Y disfrutaba, junto a los míos, en medio de los pequeños agobios del día a día de un estudiante de bachillerato. Entre juegos y preocupaciones por las clases, los deberes y las preguntas de mi profesor, el Sr. Labandera.

Por todo lo anterior, es para mí una obligación de gratitud escribir las páginas que siguen, con mis recuerdos de Tapia de Casariego de esos años cincuenta en los que pisé sus calles y estuve entre sus gentes. Y además, lo es también hacia la figura de mi padre, César, que en unos pocos años se convirtió en un tapiego más y lo demostró sobradamente en ese tiempo, haciendo El Faro de Tapia, cooperando con el CIT, enviando sus crónicas a Radio Luarca y participando en toda clase de iniciativas para el desarrollo turístico de Tapia, surgidas por entonces, cuando no emanadas de su propia mente e iniciativa.

Las páginas que siguen no son historia ni fruto de investigaciones rigurosas. No tratan de narrar todos los sucesos de unos años en Tapia. Son, tan sólo, un manojo de agradables recuerdos personales y de conversaciones que escuché, en silencio, disfrutando por ello, junto a mis mayores y algunos de sus amigos. Unas veces sentados junto a la lumbre, en largas noches de invierno; otras paseando por calles y carreteras del pueblo y de su entorno. También, en parte importante, se han extraído de la lectura atenta y minuciosa de numerosos ejemplares de El Faro de Tapia, que mi padre me dejó como un recuerdo querido de las muchas horas que dedicó a escribir en él y a gestionarlo.

Disculpe, en consecuencia, el lector si echa en falta nombres, lugares o sucesos de aquellos años cincuenta. También, si observa alguna incorrección en nombres o fechas. Como se ha dicho, el libro no pretende ser riguroso estudio de una época. La memoria personal tiene las propias limitaciones que el paso del tiempo nos va imponiendo. Pero sí puedo asegurar que este libro que tienes en tus manos, querido lector, está hecho con grandes ramilletes de cariño hacia Tapia de Casariego. Es un tributo de mi admiración por este pueblo que ha sabido, hasta ahora, mantener sus más puras esencias, pese al lógico crecimiento por el paso de los años. El muelle, la playa, sus calles viejas,  siguen teniendo el sabor esencialmente marinero. Sus múltiples visitantes veraniegos se suman, sin excesiva distorsión, integrándose, a esas viejas esencias. Y Tapia se mantiene siendo eso… Tapia de Casariego. La que yo conocí en mis años mozos. La que llevo, allá en el fondo de mi corazón y de mis recuerdos.

Desde el espigón exterior del  muelle, apoyada mi espalda sobre la cilíndrica pared de una de las torretas de luces de entrada a la dársena, teniendo tras de mí el viejo edificio del faro, no puedo menos de sonreír, con alegría, al comprobar ahora que esto es lo mismo que yo viví en aquellos años. Que allí, como en estos momentos, apoyado en aquel lugar o sentado en alguno de los escalones contiguos veía venir, unas veces, las olas desafiantes o juguetonas tratando de saltar el espigón protector, mientras que en  otras, las veía llegar, melódicas y románticas, a besar las bases graníticas de aquellas construcciones cimentadas sobre las mismas rocas.

Gracias, Tapia de Casariego.

2 comentarios:

  1. El maestro a que hace referencia el autor se llamaba José Antonio Lavandera y no Labandera y el Párroco se apellidaba Amago, no Amigo.

    ResponderEliminar
  2. En efecto D. Bonifacio era de apellido Amago. Es una errata. Corregida ya. Gracias. He verificado en varias publicaciones el nombre de mi antiguo profesor de Tapia de Casariego y en todas ellas lo nombran como D.José Antonio Labandera. Yo no recuerdo como se escribía su nombre, era niño entonces, pero debo pensar que es como aparece en algunos ejemplares de El Faro de Tapia y en otras publicaciones de internet que considero buenas fuentes. Gracias, José Luis por tus matizaciones.

    ResponderEliminar

AQUÍ PUEDES COMENTAR LO QUE DESEES SOBRE ESTE LIBRO

El autor agradece siempre tus comentarios. Gracias