CAPÍTULO II
TAPIA: VIDA Y COSTUMBRES
Y así comenzó mi vida en medio de Tapia, allá por el año de 1955. Con mis primeros paseos por las calles y alrededores del pueblo, acompañando a mis padres, siguiendo las costumbres de la época, conocí enseguida la playa de Tapia. Su otra joya, juntamente con el muelle. La playa de la Ribeiría atrae y capta la vista y el corazón de todos los visitantes. Y así sucedió conmigo en aquellos días de inicios del verano. La playa era, y sigue siendo, un arenal blanquísimo y puro, bañado y lavado con mimo o con rudeza por mil mareas marinas. En los inicios de los años cincuenta era poco conocida y tan sólo los lugareños y algún visitante fortuito bajaban a ella o la contemplaban desde las empinadas praderas que dan acceso al arenal, aunque era excepción un reducido grupo de franceses que arribó a Tapia y descubrió sus encantos. La cultura de la playa no estaba todavía muy extendida y el turismo nacional y, más aun, el extranjero estaba por llegar. Por eso, era posible corretear por sus suaves arenas y cruzar el río que allí se encuentra con el mar, una y mil veces, en la más completa soledad o acompañado, apenas, por unas pocas personas.
En nuestras aventuras y recorridos infantiles bajaba casi a diario hasta la playa y corría sin parar hasta mojar mis pies en las orillas del mar. Y contemplaba, lleno de admiración, el continuo ir y venir de enormes y encrespadas olas, siempre con cabelleras blancas de espuma, que venían a besar las arenas de la orilla, ya mansas y rendidas. No se practicaba por aquellos años el surf ni el deporte de las tablas, pero las olas eran de diaria atracción para la vista. Ya más metidos en el verano, no faltaba ningún día de baño, partidos de fútbol en la playa o de largos ratos de exposición al sol. Uno de mis amigos y yo descubrimos otro placer añadido para nuestras imaginaciones infantiles. Se trataba de subir, caminando junto a la orilla del río Anguileiro, el que desemboca en la playa, hasta más arriba de su cruce con la carretera de acceso al pueblo. Allí, próximos a un bar que se llamaba La Volta, echábamos al agua del riachuelo unas sencillas embarcaciones, hechas con corteza de pino, a las que dotábamos de pequeñas velas de papel. Y tras esto, ver como la corriente del riachuelo las iba llevando, camino de la playa. Corríamos a un buen punto de observación en el arenal y esperábamos ver aparecer, navegando a toda vela, nuestras diminutas embarcaciones. La espera no era larga y, casi siempre, nos permitía ver llegar, escalonadamente, a una parte de nuestra flota. Con emoción infantil contemplábamos la escena, corríamos a adentrarnos en aquella pequeña corriente de agua para recoger nuestros barcos y, con frecuencia, volver cauce arriba, para recuperar los que se habían perdido por el camino. Es fácil imaginar, los excelentes ratos de ensueño pasados con estas correrías, junto al río Anguileiro, en la Xunqueira, en aquellas felices tardes de verano.
Tapia permitía, para el mundo de los niños, otras cosas insólitas a la vez que simples. Así los niños teníamos entre nuestros juegos infantiles, uno muy entrañable. Se trataba de jugar a polis y cacos o, como también lo llamábamos, a policías y ladrones. Esto no era en sí novedoso, ya que en todas partes se jugaba. Pero en Tapia, el territorio de juego era la totalidad del pueblo. Así lo permitía su pequeño tamaño o extensión. Los policías esperaban, por lo general, en el parque, mientras se producía la marcha, a la carrera, de los ladrones, y con el grito de tres navíos a la mar, esperaban la respuesta de y otros tres a navegar, para salir en busca de estos. Las voces, con frecuencia se oían lejanas, envueltas en el eco de casas y de calles en el otro extremo del pueblo. Con esto, la búsqueda y captura era forzosamente larga y laboriosa, cuando no misión imposible.
Otro entretenimiento que hacía las delicias del mundillo infantil, en el que yo estaba inmerso, lo constituía la llegada a Tapia, de tarde en tarde, de pequeños grupos de artistas o, más bien, artistillas de cuarta fila. Solía tratarse de malabaristas, trapecistas, payasos, cantantes, imitadores, bailaoras, magos o, simplemente, titiriteros. Era un submundo de personajes. Muchas veces miembros de una misma familia, que recorrían España de pueblo en pueblo y de aldea en aldea, actuando por las noches y recogiendo unas monedas para ir tirando. Unos pocos aplausos completaban sus actuaciones, en algunas ocasiones brillantes, pero, por lo general, cómicas y de bajo estilo. Algunos, debían de salir casi a la carrera tras su bufonada o tras echar a perder el reloj de algún caballero en algún juego de magia.
En el lugar ahora ocupado por una cafetería se instalaban los circos ambulantes y toda clase de espectáculos callejeros de la época
Cuando estos grupos recalaban en Tapia, solían actuar en las afueras, más allá de la Iglesia, camino de la playa. Una vez lanzado el aviso por bares, comercios y tabernas, o pegados cuatro carteles en las esquinas del pueblo, la gente acudía en buen número al anochecer. Muchos llevaban sus sillas a cuestas para no estar de pie. Se formaba un amplio círculo alrededor del lugar delimitado por los actores del día. Y comenzaba el espectáculo. Las risas abundaban y se mezclaban con toda clase de expresiones e interjecciones ante un número de payasos o uno de circo, con pequeño trapecio incluido. Todo era a la intemperie. Al final, alguna dama del grupo pasaba el sombrero o lo que fuese, y recogía unas monedas en premio a su trabajo. Para los niños, aquello era realmente fabuloso.
La vida en Tapia era sencilla y tranquila. Aunque podemos exceptuar de esto el día en que cayó en Tapia el primer premio de la Lotería Nacional. Era el sorteo del Niño, el de Reyes. Y se armó un gran revuelo en el pueblo tan pronto se oyó por el Parte, como así se denominaba al Diario Hablado del mediodía que dicho premio había tocado en Avilés, Getafe, Sueca, varias poblaciones más y.... TAPIA DE CASARIEGO. El número premiado era el 43.650 y acababa de comenzar el año 1956.
El juego de los niños y chavales era en la calle. Sin problemas de tráfico, apenas existente, ni de ninguna otra clase. La calle era nuestra. De vez en cuando, alguna pelea o batalla entre grupos. La gente se conocía entre sí y, en cierta forma, todos eran amigos.
Era frecuente que los sábados por la tarde y los domingos la gente saliera a pasear por el muelle, por el parque o por los alrededores del pueblo. Con frecuencia se seguía el curso de la carretera general hacia Barres, llegando hasta Rapalcuarto, o se iba en dirección contraria, hacia Campos y Salave. El paseo familiar, en grupo, se interrumpía tan sólo, de tarde en tarde, por el paso de algún autobús del Alsa o algún camión o camioneta de lenta marcha. Y, también, de bicicletas y motos.
La carretera general cerca de Tapia
Uno de nuestros paseos familiares por la carretera general, en las fiestas patronales de Salave
En mi vida, como la de la mayoría de los niños, plena de momentos felices, apareció un elemento novedoso y de tintes menos agradables. Fue mi asistencia, una vez terminado el verano de 1955, a las clases del Señor Labandera. Me detendré brevemente en este asunto. Yo debía comenzar el tercer curso de Bahillerato y en Tapia no existía por aquella época ningún centro, público o privado, que impartiese las enseñanzas del Bachillerato tradicional, el que debía dar paso a estudios superiores. La única opción posible pasaba por acudir al colegio de D. José Antonio Labandera y estudiar allí como alumno libre, lo que permitía ir a exámenes finales a un Instituto Nacional. En mi caso, éste fue el de Lugo. Y decir colegio era una forma eufemística de hablar. Tenía el Señor Labandera su casa y su escuela o academia, cercana a la Iglesia, unos portales más abajo, camino hacia la playa. En las últimas casitas, entonces, del pueblo. El aula, ya que solamente había una, era una pequeña estancia de la planta baja de la casa. En ella estaba, en ángulo, la mesa del profesor, el señor Labandera. A lo largo de tres de sus paredes, había unos bancos corridos de madera, de aquellos que existían en la época por todas partes, bajos e incómodos, sin respaldo por supuesto. Eran lo suficientemente inestables para que se fuese al suelo quien estaba sentado en uno de sus extremos, al levantarse bruscamente el del otro extremo. No había pupitres ni mesas para escribir. No había tinteros ni cajones para libros y libretas. Se guardaba todo debajo del banco. Se escribía sobre las rodillas. Al frente, en la pared junto a la puerta de entrada había un amplio encerado. Sin duda, lo mejor de la clase.
En esta calle estaba la academia del Sr. Labandera, en el lado derecho (vista actual)
El alumnado, que constituíamos alrededor de una docena de niños y niñas, era de diversos cursos y niveles de enseñanza. La mayoría cursábamos los primeros años de Bachillerato Elemental, aunque algunos eran de cultura general. Labandera enseñaba todas las materias de todos los cursos, es decir todas las asignaturas. Era maestro. Creo que había sido apartado del cuerpo del Magisterio Oficial, como otros tantos, por motivos políticos tras la guerra civil. Y, así, al quedarse en la calle y sin poder seguir con su profesión de maestro oficial, se había visto obligado a dar clases particulares. No obstante, había una excepción a sus clases de todo: el latín. Con esto, no se atrevía o no quería atreverse.
Como alumno de tercero de Bachillerato, yo debía dar clases de latín, una de las asignaturas del plan de estudios. Para ello, Labandera encontró como profesor para mí y para otra chica compañera de estudios, que creo recordar era de Salave, a un antiguo seminarista reconvertido en agricultor y repartidor de leche. Todos los días en que teníamos clase de latín, llegaba en una bicicleta sobre la que llevaba dos cántaros metálicos llenos de leche. Apoyaba la bici en la fachada de la casa, junto a la puerta. Daba la clase a su manera. Y se marchaba, pedaleando, a repartir su leche por el pueblo. Sencillamente genial, digno de la mejor película costumbrista de la época. Meses más tarde, en junio, en el Instituto de Lugo me suspendieron el latín. Creo fue más bien por el enfoque pedagógico seguido en aquellas clases del antiguo seminarista.
Nuestro profesor, Labandera, era un buen hombre, aunque serio y duro. Le teníamos un profundo respeto. Se volcaba más en las matemáticas y otras materias de ciencias que en las letras. Era un especialista sacando al personal a explicar algo en el encerado, el cual solía dividir en dos partes para poder atender a dos alumnos a la vez. El silencio era absoluto y el orden totalmente garantizado. En ocasiones, ponía el castigo de retrasar la salida del alumno a mediodía a su casa, mientras no supiese bien la lección o no lograse acabar los deberes correspondientes.
Labandera, quien a veces tenía que recurrir a castigos más recios, aunque no lo necesitaba demasiado ya que el silencio y el orden imperaban siempre, era un buen docente a su estilo, el de la época. El que más y el que menos, aún en lugares de más relieve y en colegios de buen porte, ya había pasado con anterioridad una larga experiencia de varazos, bofetadas o largos ratos de rodillas con los brazos en cruz.
Otra faceta de Don José Antonio Labandera era la de sus artículos en El Faro de Tapia, sobre diversos aspectos del pueblo. Siempre extensos y muy documentados, trataba de cuestiones tales como: Un río dividía antaño el pueblo, Un tapiego fue el primer importador de maíz en Asturias, ¿Fueron los vascos fundadores de Tapia?, ¿Salave fue en otro tiempo templo fenicio al dios Salambo?, Los megalitos en Porcía son obra de la naturaleza, Desde el mar se veía un pueblo con muchas tapias, Con esta cruz adelante Villamil avante, y otras más.
Otro personaje, para mí inolvidable de aquellos años de infancia en Tapia era Don Bonifacio Amago, el cura párroco. Don Bonifacio era una inmensa humanidad. Hombre grueso y voluminoso, tenía facciones duras, casi tanto como su aguerrido verbo. Su voz fuerte y potente, retumbaba entre las columnas de la Iglesia Parroquial. Y su espíritu, recio y rocoso, no se callaba ni se acogotaba por nada. Su bondad también era evidente. Era un santazo, a la par que un hombre terrible para tenerlo enfrente, Sus homilías o sermones de los domingos, desde lo alto del púlpito, eran pedagogía pura y directa. El Dios bueno y misericordioso que premiaba a los buenos y castigaba a los malos. Pero el pueblo le quería y estimaba. Y se contaba con él para casi todo. A su muerte, por aquellos años cincuenta, se fue toda una institución en Tapia, todavía no olvidada. Descanse en paz el bueno de Don Bonifacio. Siempre me recordó al cura Don Camilo, el de la conocida novela italiana. Junto a él ejercía por aquellos años el sacerdocio en Tapia, como coadjutor, Don Sabino Lanza.
Iglesia Parroquial (vista actual)
Pero, todo lo anterior carecería de importancia si omitimos el muelle y su vida propia. Tapia era un pueblo intrínsecamente pesquero. La flota era pequeña, como el pueblo entonces y los marineros constituían un grupo no excesivamente numeroso. Aparte de algunos pesqueros pequeños, había bastantes embarcaciones de remo y vela y algunas de motor. Pero todo el pueblo vivía el mar, conocía los barcos y sus tripulantes, sabía de patrones y costeras. La entrada y salida de las embarcaciones era seguida siempre con interés y emoción. Ir al muelle a ver las lanchas y pesqueros era un espectáculo de obligada contemplación. Y los niños vivíamos casi dentro de ellos, tal era nuestra curiosidad por todo ese mundo marinero.
El muelle en una vista de los años cincuenta con bastantes lanchas varadas en tierra
Vibrábamos emocionados ante la descarga de una buena pesca, viendo las cestas y cajas repletasde peces o los contenedores con cebo vivo para la costera del bonito, formado por infinidad de pequeños pececillos. O cuando la flota, no podía salir a causa del temporal o el mal tiempo que golpeaba con saña los dos diques de entrada en la bocana del puerto. En bastantes ocasiones, el temporal hacía saltar sus bravías olas por encima de esos diques de protección y les permitía entrar furibundas en el interior de la dársena. Ésta era, no obstante, abrigada a toda clase de vientos y marejadas. Era y es un buen refugio, pero de muy poco calado. Sólo servía para pesqueros o pequeñas embarcaciones. En esos días se subían a tierra los barcos y lanchas, tirando a mano de gruesos cabos, por las rampas del muelle.
Una abundante descarga de pescado en el muelle de Tapia en los cincuenta